lunes, 21 de diciembre de 2009

El futbolista que se creía rey

Si tienen fundamento los insistentes rumores en la prensa deportiva de que el Barcelona piensa fichar a Robinho en el mercado de invierno, uno tendría motivos para plantearse la siguiente herejía: ¿Late, dentro del cerebro calculador de Pep Guardiola, un puntito de locura?, ¿la abundancia de seny que exhibe el entrenador más exitoso del planeta tiene como contrapartida una discreta dosis de rauxa

Se puede entender la desesperación por buscar a alguien que reemplace a Henry, pero, ¿a tal punto?, ¿al extremo de incorporar a un jugador que genera feelings infinitamente más inquietantes que el desterrado Eto'o?

Cuando empezó a correr la voz en la primera mitad de 2005 de que el Real Madrid se proponía fichar a Robinho, del Santos de Brasil, David Beckham hizo un comentario que, tal era la ilusión en el entorno madridista, pasó bastante desapercibido. Su opinión del brasileño fue: "Es un buen malabarista". Pasados cuatro años y medio desde la llegada del brasileño a Europa, es difícil evitar la conclusión de que Beckham habitualmente tan cortés, tan pocas veces despectivo acertó a la primera.

Robinho tuvo sus días de gloria en el Bernabéu, pero no cumplió ni de cerca la profecía en la que creían sus compatriotas, y él también creyó, de que había nacido para ser el sucesor de O Rei Pelé. Y como no lo logró en España, forzó su salida al Manchester City, cuyo dueño, un jeque de Abu Dabi, pagó 40 millones por él. Robinho aterrizó en Inglaterra hace temporada y media y declaró que ahora sí, ahora estaba en condiciones de demostrar que era el mejor.

El día que llegó al City entró en el vestuario e hizo unos trucos con la pelota que dejaron a sus nuevos compañeros boquiabiertos. En los primeros cuatro o cinco partidos maravilló a la afición. Y entonces... llegó el invierno, las cosas se pusieron cuesta arriba, el City dejó de ser candidato siquiera a los primeros cuatro puestos de la Premier League, y Robinho se borró. Esta temporada, el City, reforzado con 140 millones en nuevos fichajes (sólo superado por el Real Madrid en Europa), arrancó bien, pero ya empieza a perder gas. De los últimos 11 partidos de Liga, el City ha empatado ocho, ganado dos y perdido uno, un 3 a 0, contra el Tottenham, su rival directo para un puesto de Champions el año que viene.

Unos días antes de aquel palo, Robinho había declarado a los medios: "Me siento en excelente forma. Estoy fuerte, física y mentalmente y quiero jugar en todos los partidos. Lo más importante ahora es ganar". Admirable y muy bonito. Después salió contra el Tottenham e hizo uno de los partidos más bochornosos que se le recuerda a cualquier jugador de Primera en muchos años. O, mejor dicho, no hizo ningún partido. No apareció. Los demás jugadores peleaban como si sus vidas dependieran del resultado; Robinho hubiera aportado lo mismo si se hubiera quedado en la banda fumando un pitillo.

El entrenador Mark Hughes, despedido y reemplazado por Roberto Mancini, le quitó y, en vez de sentarse en el banquillo, el brasileño salió andando lentamente por el túnel hacia el vestuario, contemplando su fracaso y quizá soñando con una tercera oportunidad, la que le podría ofrecer el Barça.

Se dice que si realmente llegase a aterrizar en el Camp Nou, sería en condición de cedido, a prueba por seis meses. En ese caso, tal vez no sería tan alocada la idea. Aunque riesgo sí habría de que el cuestionable compromiso competitivo de Robinho minara el tremendo espíritu de equipo que ha forjado el entrenador. Ahora, si Guardiola fuera capaz de exprimir el indudable talento de Robinho, acoplarle a su equipo y convertirlo en un jugador fiable y entregado, sería una hazaña comparable a ganar seis títulos en un año.

Habría que rendirse incondicionalmente al genio del catalán, reconocer que no hay límites a lo que es capaz de hacer el hombre.

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